A fines del siglo XIX y comienzos del XX, la educación desempeñó un rol clave en la construcción republicana. Por esas décadas se fundaron varias de las principales universidades nacionales, mientras que otras incorporaron nuevas facultades y registraron un crecimiento exponencial en sus matrículas. A partir de la sanción, en 1884, de la ley 1420 de educación común, gratuita, obligatoria y laica, el Estado sentó las bases de un sistema educativo que lo tenía como actor central en todos los niveles.
Al año siguiente se promulgó la ley 1597, que delineó el perfil de las universidades públicas y estableció los lineamientos de sus estatutos, además de fijar pautas para su organización administrativa y su financiamiento. Conocida como Ley Avellaneda, confería “exclusivamente” a las universidades nacionales la autorización para expedir diplomas que habilitaran el ejercicio de “las respectivas profesiones científicas”.
La reforma universitaria de 1918 implicó una serie de transformaciones que dotaron de mayor autonomía a las casas de altos estudios y ampliaron la participación de alumnos y docentes en las decisiones. Mantuvo, no obstante, el monopolio estatal sobre la educación superior.
Las universidades públicas eran vistas como impulsoras del desarrollo y de la movilidad social. Sólo ellas podían certificar, en nombre del Estado, la aptitud de un individuo para ejercer una profesión liberal. Para poder hacer lo mismo, las instituciones privadas tendrían que esperar hasta fines de la década del 50 y principios de la del 60.
Décadas antes de que ese cambio fundamental se iniciara, Pedro Benvenuto, que había completado su formación en derecho en la Universidad Católica de Buenos Aires (que funcionó entre 1910 y 1922 como precursora de la actual UCA, fundada en 1958), solicitó a la justicia su inscripción en la matrícula de abogados.
Su petición fue denegada por la Cámara Civil de la Capital en pleno, y Benvenuto interpuso un recurso extraordinario ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Alegó que el rechazo a su pedido vulneraba la libertad de enseñar y aprender, consagrada en la Constitución.
Lo hizo con las firmas de Roberto Repetto, Antonio Sagarna, José Figueroa Alcorta y Ricardo Guido Lavalle. Sentenciaron con tono irónico que “…el propio letrado solicitante, atenta su misma preparación jurídica como diplomado de un instituto de enseñanza superior, no ha podido ser ajeno a la consideración elemental de que el derecho de enseñar y aprender, como todos los demás que acuerda la cláusula constitucional aludida, no es un derecho ilimitado y absoluto, sino sometido en su ejercicio a las restricciones legales que lo reglamentan sin alterar su espíritu”.
Dicha frase se utilizó para desechar las consideraciones sobre las ventajas de la pretensión avanzada por el solicitante, y anclar la cuestión en las disposiciones reglamentarias vigentes, a las que defenderá no sólo exponiendo su letra, sino destacando y compartiendo su filosofía y espíritu: “…pues en verdad, lo que el recurrente impugna como un monopolio fiscal, se limita al desempeño de la misión superior del Estado en resguardo de los preeminentes intereses de la cultura nacional, o sea, en el léxico de la Constitución, a proveer lo conducente al progreso de la ilustración, de la instrucción general y universitaria, sin menoscabo del principio básico de la libertad de enseñanza, sin desconocer el valor científico de los títulos expedidos por los institutos libres, toda vez que se les ofrecen los medios legales necesarios para acreditar los resultados de la elevada función docente a que se consagran, sin otra finalidad, en fin, que la de evitar la anarquía, el desconcierto y la subversión en el desenvolvimiento de tan delicados intereses sociales, y propender a que se examinen dentro de las orientaciones que requiera el progreso moral del país”.
La Corte brindó así, en 1929, un sonoro respaldo a la previsión legal que disponía la exclusividad de las Universidades nacionales para expedir los diplomas de las profesiones científicas.